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Cultura Disco. Un viaje al interior profundo de esta genial creación

A 40 años de una obra de arte en la música: The Wall de Pink Floyd

La edición internacional le agregó el nombre de la banda y el nombre del disco.

El mundo que en el '79 encaraba la recta hacia el fin del siglo ya no existe. Hablo de un planeta sin celulares ni internet, donde Lennon estaba vivo y pocas cosas parecían más sólidas que el muro que dividía Berlín. Y en esos recuerdos está el disco The Wall, de Pink Floyd que cumplió 40 años.

Era un disco raro, por donde se lo viese. Para empezar, no se parecía a ningún otro de los que lo habían precedido. Los Floyd se habían peleado con Storm Thorgerson, el diseñador de la compañía Hipgnosis que creó las tapas icónicas de El lado oscuro de la luna, Wish You Were Here y Animals. Esta tapa era la nada misma: un muro de ladrillos pintado de blanco. (La edición internacional le agregó el nombre de la banda y el nombre del disco, pero la original estaba desnuda.) Y la música era igualmente desconcertante. Ya no había paisajes sonoros de otros mundos, que flotaban en el espacio insondable de nuestro cosmos mental. Era como si los Floyd hubiesen saqueado una discoteca ajena, mezclado las canciones en un balde y arrojado el contenido sobre esa misma pared, para verlo chorrear. Sonaban con una crudeza que no se habían permitido  ?más rockeros que nunca, y a la vez menos rockeros que nunca?, produciendo un mar de ruidos (aviones de guerra, bebés, voces que recitan textos dramáticos, botas militares en el unísono de una marcha) donde boyaban canciones de los registros más variados: desde la fanfarria épica de Bring the Boys Back Home, pasando por la marcha con coros infantiles de Another Brick In The Wall y llegando, en The Trial, a una opereta hecha y derecha.

La cosa empezaba a cobrar sentido cuando uno pescaba el hilo argumental. Porque The Wall era una obra conceptual, o lo que por aquel entonces se llamaba ópera rock: una colección de canciones que contaba una historia, y que en el mejor de los casos también suponía un desarrollo musical coherente. (Como los rockeros no solían provenir de la academia, en general sus «óperas» se parecían más a un patchwork de canciones que a una progresión.)

El subgénero era un subproducto de la época en que el rock empezó a tomarse demasiado en serio. Musicales como Hair (1967) tornaron posibles discos como Tommy (1969) y Quadrophenia (1973), de The Who, que no tardaron en producir versiones escénicas y fílmicas mientras el formato degeneraba en obras indulgentes como Las seis esposas de Enrique VIII (1973), de Rick Wakeman. En 1974 Peter Gabriel empujó a sus colegas de Genesis en dirección a una obra conceptual que ya intuía un cambio de vientos. El protagonista de The Lamb Lies Down On Broadway era un neoyorquino de origen portorriqueño, Rael, a quien se podría llamar proto-punk. Porque en el '76, el movimiento punk llegó al fin para pinchar la burbuja de la pretensión que se había apoderado del rock. Y en 1979, Roger Waters ?bajista de Floyd y eminencia gris detrás de The Wall? ya no podía hacerse el gil. Tan pronto el punk cambió las reglas del juego, Pink Floyd se convirtió en algo tan artificial y desconectado de la vida de sus fans como el cerdo inflable que flotaba durante las presentaciones de Animals. Por eso tienta pensar en The Wall como el canto de cisne de las óperas rock. La obra conceptual que, con conciencia de trabajar ya entre las ruinas, clausuró una forma.

Waters usó como materia prima la alienación que empezaba a sentir durante las giras internacionales de la banda. Los '70 fueron la década durante la cual tocar en estadios se volvió convención. El salto de escala ?de los teatros a las arenas deportivas? también supuso una transmutación del hecho artístico. La cosa deviene algo más propio del coliseo romano que de lo escénico: los músicos no pueden ver más que al público que está al pie del tinglado, el resto es una masa informe que, a su vez, no registra a los músicos más que como hormiguitas y por eso depende de los recursos tecnológicos ?pantallas gigantes, cerdos voladores? para entretenerse, en especial cuando la música deja de ser muscular para aventurarse en otros paisajes.Según se cuenta, en el '77 Waters estalló durante un concierto en Montreal contra un grupo de fans, que parecían más dispuestos a joder y gritar que a escuchar la música, y los escupió desde el escenario. (Desde el '76, escupir al público y ser escupido por él era parte de la ceremonia del punk; detalle de un simbolismo que un tipo tan despierto como Waters no puede haber pasado por alto, aunque más no fuese a posteriori ? el rocker ahíto y millonario, entregándose al gesto del reencuentro con su furia original.) De allí a la creación de Pink, el rockero alienado que protagoniza The Wall, no mediaba más que un paso u otro escupitajo.

La alienación no era un tema nuevo para Waters. El descenso en la locura del guitarrista original de Floyd, Syd Barrett, le había proporcionado la materia narrativa que alimentó canciones como Brain Damage y Shine On You Crazy Diamond. Pero hasta entonces proyectaba el tema sobre la pantalla de Barrett: lo contaba en tercera persona, objetivándolo. The Wall, en cambio, es Waters asumiendo su propia alienación, psicoanalizándose ?o sometiéndose a un exorcismo? a la vista de todo el mundo. La imagen del muro (wall) que el protagonista erige metafóricamente para protegerse de la realidad, y que con el tiempo lo aisla de todo y de todos, cobró entidad en las presentaciones en vivo: durante el show se construía literalmente una pared entre la banda y el público, hasta que al final se lo «destruía» en un gesto catártico que simbolizaba la liberación de Pink.El tema de apertura, In The Flesh? (¿En persona?), es Pink recibiendo al público («¿No es esto lo que esperabas ver? / Si querés descubrir qué hay detrás de estos ojos fríos / Vas a tener que usar tus garras para ir más allá del disfraz») y ordenando a su equipo que ponga en marcha la maquinaria del show. The Thin Ice (El hielo delgado) es Pink reviviendo su experiencia como bebé, pero desde la consciencia de la precariedad de esa felicidad primigenia. En Another Brick In The Wall, Part 1 despide al padre que morirá en la guerra ?como el de Waters? sin dejarle nada más que «una foto en un álbum». The Happiest Days of Our Lives (Los días más felices de nuestras vidas) es Pink repasando las crueldades recibidas durante su paso por el sistema educativo, a manos de docentes perversos que «exponen cada debilidad» de sus alumnos pero a su vez, por las noches, son víctimas de «esposas gordas y psicopáticas» que los castigan físicamente hasta casi matarlos.

La experiencia de escuchar Another Brick In The Wall, Part 2 durante la dictadura ?así como la de ver la canción en el contexto del film de Alan Parker del '82, con sus niños portando caretas idénticas y cayendo dentro de una picadora de carne? era escalofriante. Pero los censores perdieron el cariz subversivo de la canción. 

A continuación, Pink enloquece. (En el film de Parker destroza la habitación del hotel y arroja su televisor, una escena que en la vida real se tornó mandatoria para los rockeros con deseo de sacar patente de tales.)Don't Leave Me Now (No me dejes ahora) es la canción de un hombre que sabe que se está ahogando. Goodbye Cruel World es una despedida. Hey You ?una de las canciones más bellas? es la voz que lo alcanza en plena sobredosis, pidiéndole que «no se rinda sin dar pelea» y que «abra su corazón». En ese estado alucinado recuerda a la cantante Vera Lynn, célebre durante la guerra, y oye un coro marcial que pide que «traigan de vuelta a los muchachos», mientras de fondo se oye que alguien llama a su puerta. En Confortably Numb lo asiste un médico, inyectándolo para sacarlo de la sobredosis mientras acaricia una epifanía que trata en vano de recordar. 

La recepción que obtuvo el disco fue más bien equívoca. Empezando por los mismos ejecutivos de la Columbia, que lo definieron como una obra difícil y le ofrecieron a Waters menos derechos de autor con la excusa de que se trataba de un álbum doble. (Según la leyenda, un señor de traje le ofreció zanjar la disputa con una moneda y Waters le contestó: «¿Por qué habría de poner en juego algo que me pertenece?») Las ventas del disco fueron fenomenales, pero las críticas distaron de la aprobación unánime. El legendario Robert Christgau, del Village Voice, definió The Wall como «una obra épica sobre las tontas tribulaciones de una estrella de rock».

Si quieren pruebas de que The Wall era mucho más que la autoindulgencia que Christgau percibió, no hace falta más que ver las noticias. Waters anticipó la tendencia hacia el fascismo concreto y la imbecilización de ciertos sectores sociales que recién hoy llegó a punto caramelo.

Desde 2009 ha sido un crítico vocal de la política del Estado de Israel contra los palestinos, llegando a sumarse desde 2011 al movimiento BDS (Boycott, Divestment and Sanctions) que protesta de forma no violenta contra el apartheid que allí tiene lugar ? y del que cualquiera que haya pisado Palestina, como yo lo hice dos veces, puede dar fe.

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