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Opinión Historia. Por José Narosky*

William Morton: descubridor del éter

En 1846, se utilizó por primera vez un elemento que eliminaría totalmente, por un tiempo limitado claro, toda sensación de dolor. Esa maravilla se llamó: Eter. Su descubridor fue un modesto dentista de Boston llamado William Morton.

La búsqueda para encontrar la manera de aliviar el dolor físico, se remonta a los albores de la medicina. Antes de descubrirse la anestesia, las salas de cirugía eran cámaras de tortura. Se amarraba al paciente y sus gritos se oían en todo el hospital. Por eso el cirujano que operaba más rápido, ese era el mejor. La anestesiología, además de eliminar el dolor físico se ha convertido en una de las ramas más importantes de la medicina. 

Un día de octubre de 1846, hace más de un siglo y medio, se utilizaría por primera vez, un elemento que -se decía ¡se decía! eliminaría totalmente- por un tiempo limitado claro, toda sensación de dolor.

Esa maravilla, que parecía mágica, se llamó: Eter. Su descubridor fue un modesto dentista de Boston EE.UU. llamado William Morton.

Y se experimentó el uso del éter por primera vez, en una operación quirúrgica, que contó con numeroso público. Los espectadores eran todos estudiantes y médicos del Hospital General de Boston. El lugar donde se realizaría la intervención era el anfiteatro de cirugía del cintado hospital. La operación se efectuaría a las 10 de la mañana. Ya una hora antes, las gradas que rodeaban el lugar, estaban ocupadas totalmente. Había incluso, numerosos periodistas.

El paciente sería operado de un tumor en la parte interna de la mandíbula.

Entre los espectadores y periodistas la opinión mayoritaria era que ni esa sustancia denominada éter, ni ninguna otra, podrían eliminar el dolor.

El clima era nervioso y emotivo simultáneamente. Incluso se formalizaban apuestas, circunstancia típicamente norteamericana, acerca de si el paciente proferiría o no alaridos de dolor.

Y llegaron las diez de la mañana. Entró primero el inteligente -y valiente- diría descubridor del éter, el odontólogo William Morton. Lo seguía un hombre joven, con el terror dibujado en su rostro, totalmente deformado por el tumor. Era el paciente. Lo llevaban del brazo dos enfermeras, tal era su sensación de temor. La intervención estaría a cargo del cirujano más famoso de la ciudad: el Dr. John Warren, que fue el último en entrar. Lo hizo lentamente, como consciente de la solemnidad del momento.

El odontólogo Morton, era el más sereno de todos. Porque en su consultorio él ya había experimentado con diferentes pacientes, que una sustancia química incolora, pero aromática, llamada éter, podía suprimir totalmente el dolor.

Con todo cuidado preparó su muy primitivo aparato para administrar el éter y, llegado el momento, le señaló al doctor Warren, que podía comenzar su operación quirúrgica.

A medida que este trabajaba, el auditorio permanecía en suspenso. Luego de 45 largos minutos el Dr. Warren completó la operación y rompió el silencio y la expectación. No se había oído una sola queja.

Le preguntó entonces al paciente si había sentido alguna molestia, y la respuesta se oyó en tono alto y claro: "No, no tuve el menor dolor doctor".

Interminables aplausos resonaron en el anfiteatro.

A renglón seguido, el cirujano Warren se volvió hacia el auditorio, en el que todavía había dudas, y les dijo: "Señores, la humanidad ha dado un gran paso adelante a través de la cirugía. Esperemos que el hombre sume su aporte espiritual para su propia y total felicidad".

El edificio donde se realizó esa primera operación es hoy un lugar histórico de atracción turística.

Por supuesto que se ha avanzado mucho en el campo de la anestesiología, desde el siglo pasado hasta el presente. Pero, concluyo el relato, finalizada la operación, el público en un coro emocionado y unánime, pidió al dentista William Morton el descubridor del éter, que pronunciara unas palabras.

Este con voz entrecortada por la emoción dijo: "Hace 20 años tuve un curioso sueño. Soñé que descubría una sustancia que aliviaría el dolor físico del ser humano. Y tuve fe en ese sueño. Investigué sin descanso hasta lograr esto que estoy viviendo. Sólo quisiera que llegara a mi, otro sueño que represente para el hombre la supresión del dolor espiritual".

Y estas palabras tan hondas y tan sentidas del odontólogo trajeron a mi mente este aforismo: "Soñé que no existían cerrojos. Querría soñar, que ya no existen puertas".

(*) Publicado en el diario La Prensa, Buenos Aires.

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