Saltar menú de navegación Teclas de acceso rápido
Deportes COPA LIBERTADORES 2018

Se cumplen cinco años del histórico triunfo de River ante Boca en Madrid

Cinco años son muchos segundos. Son 157.680.000 segundos, pero alcanza con tomarse sólo 30 de ellos, a lo mejor con los ojos cerrados, para dimensionar lo que pasó y también lo que no pasó el nueve de diciembre de dos mil dieciocho.

Porque los segundos, para abarcar otras acepciones, fueron unos y los primeros, otros. La moneda cayó de un lado, de acá de Núñez, y la vida tal como la conocían los hinchas de River y también los hinchas de Boca y del fútbol en general terminó y dio paso a otra, a una que recién comienza.

El veredicto sin sonido y subtitulado de Marcelo Gallardo a un colaborador sobre la arena de combate fue preciso. “No hay nada más que esto, no hay nada más que esto, no hay nada más”, lo capturaron las cámaras mientras MG subrayaba su sentencia moviendo la cabeza de izquierda a derecha y de derecha a izquierda y mientras se tomaba una bebida isotónica sabor naranja, exactamente el mismo producto que unos minutos después le llovería como ducha con el baldazo de Gonzalo Martínez.

Tuvo razón, Gallardo. No había más nada para esa vida, una en la que el fútbol ocupó más de cien años sin finales de Copa Libertadores entre River y Boca. Si este deporte creado por los ingleses promediando el siglo diecinueve fuera la saga de un videojuego en el que participan todos los equipos del planeta, lo habría ganado River esa noche de Madrid y esa tarde de Buenos Aires. Pasó por todos los niveles hasta llegar ahí, a esa distopía de partido en el Bernabéu contra el rival de toda la vida. Pasó River hasta por el descenso, festejó campeonatos de todos los colores, victorias imposibles, empates con gusto a poco o a mucho, derrotas dolorosas, ganó y perdió finales, incluso con Boca, lloró de tristeza y de alegría, estuvo casi dos décadas infames sin títulos, dio la vuelta en Japón, creó la Máquina y le dio belleza al universo. Esto era otra cosa: no había antecedentes mensurables para este partido.

Cuando el 31 de octubre el Boca de Guillermo Barros Schelotto empató 2-2 en San Pablo contra Palmeiras se decretó el comienzo del fin del mundo, de ese mundo. Para los hinchas, los de River y los xeneizes, fue algo así como que alguien les hubiera cantado falta envido a la vida y otro alguien, en nombre de todos ellos y sin consentimiento, hubiera aceptado: empezaban a transcurrir treinta y nueve días -más que un Mundial- que languidecieron, que duraban mucho más de veinticuatro horas.

Entre el pedido del entonces presidente Mauricio Macri de jugar con dos parcialidades y los piedrazos al micro de Boca en las adyacencias del Monumental que derivaron primero en la renuncia del ministro de Seguridad porteño, Martín Ocampo, y después en el cambio de sede de la final a otra ciudad, país y continente pasaron demasiadas cosas.

Pasó un pedido de Gremio de descalificar a River por la irrupción clandestina de Gallardo en el vestuario visitante en Porto Alegre. Pasó un primer partido que se aplazó un día por un diluvio que estuvo a tono con lo desproporcionado del asunto. Pasó que en los camarines de la Bombonera una tropa de elite revisara cada bolso y caja de utilería para intentar descubrir si allí no se escondía un Gallardo en miniatura de contrabando. Pasó que Boca hizo un gol y River hizo otro sacando del medio. Pasó la atajada de Armani a Benedetto. Pasó el Muñeco arengando en el balcón de la concentración del Monumental, desde donde dirigió a control remoto al equipo durante el 2-2 de la ida.

También pasó la primera final de vuelta suspendida, la foto de Pablo Pérez como un pirata de gasas y algodones que contradijo la evaluación médica de Conmebol, la firma de un papelito ante la mirada de Gianni Infantino como pacto de caballeros entre Domínguez, D’Onofrio y Angelici para jugar al día siguiente. Pasó que el documento no tuvo el valor pretendido, que Boca se negara a jugar y así se volviera a suspender el partido. Pasó la trama de un escritoriazo fallido, pasaron pilones de fojas cruzadas que volaron en charter de Buenos Aires a Luque, pasó D’Onofrio pidiéndole desde Mar del Plata a Angelici que su equipo fuera a jugar y, acaso mintiendo, prometiéndole que “no somos tan buenos”.

Pasaron las especulaciones sobre los cambios de sede a otra provincia, a otro país sudamericano, a Qatar, para terminar en Madrid con las dos parcialidades. Pasó Boca yendo al TAS a pedir la Copa incluso antes de jugar. Y un largo etcétera que no se le escapó al guionista de esta historia que provocó un Big Bang con epicentro en el estadio del Real Madrid para darle paso a un nuevo universo. Uno que cumple apenas el primer lustro.

Lustró hace cinco años su botín izquierdo Juan Fernando Quintero para clavar en el ángulo de la argentinidad el que probablemente pasará a ser el gol más importante de toda la historia, después del abrazo a sí mismo de Lucas Pratto tras un pase a la red a pura pared para empatar y antes de la corrida sin oposición del Pity Martínez que será, con el de Maradona a Inglaterra, la conversión más repetida de todos los tiempos a este lado del mundo.

En un determinado momento las luces del viejo Bernabéu se apagaron salvo una: es un foquito de luz que persigue únicamente a Martínez y a una pelota a lo largo de la oscuridad como la nube de lluvia perseguía a la Pantera Rosa. Como en una obra de teatro: no hay nada más que esto, que un hombre corriendo detrás de una número cinco, sin oposición, avanzando hacia una meta. Eso es todo. Es todo. El final del fútbol, de ese fútbol que duró más de un siglo, se pareció bastante al comienzo del fútbol, al nacimiento de este deporte, a su estado más básico y primigenio, pero también al primer contacto de cualquier humano cuando niño al balompié. Y eso es sublime, de una simpleza elemental que rompió un cosmos: el estallido que hizo polvo la historia de este juego en definitiva terminó revelándose como un círculo de la vida que se cerró haciendo contacto con el punto de partida.

La corrida del Pity Martínez ya es parte de la historia

Salía el arcoiris en Buenos Aires después de la lluvia. La moneda había caído de este lado. Y es que la jugada terminal de Martínez que dio por inaugurada la era del posfútbol llegaba de una acción no menos dramática: la media vuelta de Leonardo Jara. Un tiro que remite directamente a la insoportable levedad de este mundo: unos pocos milímetros separaron a la gloria eterna de River de un universo paralelo diametralmente opuesto en el que Jara, al día de hoy apenas un gris lateral derecho, habría sido poco menos que Dios para los de enfrente.

Hay una secuencia de ese remate filmada desde atrás del arco que ya no ocupaba Andrada, en cámara híper lenta, con la pelota yendo hacia el palo derecho de Armani: parece que va a dar en el poste y va a entrar. Así ocurre en una de las escenas centrales de Match Point (Woody Allen, 2005) con la pelota de tenis o el anillo en el aire después de pegar en el filo de la red o en la balaustrada del Támesis. “El hombre que dijo que más vale tener suerte que talento conocía la esencia de la vida. La gente tiene miedo a reconocer que gran parte de la vida depende de la suerte. Asusta pensar cuántas cosas escapan a nuestro control. En un partido de tenis hay momentos en los que la pelota golpea el borde la red y durante una fracción de segundo puede seguir hacia adelante o caer hacia atrás. Con un poco de suerte sigue adelante y ganás. O no lo hace, y perdés”. El tiro de Jara dio en la balaustrada de la portería del Fondo Norte del Bernabéu y salió de la cancha y de ese corner (que no fue) llegó el gol del Pity.

Para pensar en ese final alternativo en el que el tiro del marcador de punta fue gol y Boca ganó por penales, un ejercicio recomendado es cerrar los ojos treinta segundos. Para después abrirlos, y comprobar la eternidad feliz y victoriosa a la que River condenó al fútbol para todos sus hinchas: van apenas cinco años, los primeros cinco años del resto de la vida.

RIVER MADRID BOCA

Comentarios

Últimas noticias

Te puede interesar

Teclas de acceso