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1591 Cultura + Espectáculos LITERATURA

La garganta

"...No dijo mucho cuando se fue a Chile, dispuesto a morir por su patria, en esa columna de no más de 200 delirantes como él, convencidos solamente por la mirada penetrante de Juan Facundo Quiroga..."
Diego Pérez

Por Diego Pérez

Jacinto no es hombre de muchas palabras. Es más bien de hechos, nada de vueltas, las cosas como son y de frente. Nada de habladurías al cuete. No es como el Antonio, ese pituco que se creía gran cosa y le estuvo llenando la cabeza de cosas a la Norma todo el verano, en contra suya, para que no lo esperara de la guerra en Chile, que se iba a morir, que seguro ya tenía rancho aparte en esos pueblos nuevos y no sé cuántas barbaridades más le dijo.

Hasta que un día volvió y se lo encontró de pechito saliendo de la pulpería de Don Giménez. Es cierto que Jacinto tenía un par de medidas de caña encima, pero no tanto como para decir que no estuviera en pleno uso de sus facultades. Lo acomodó con un planazo del facón por la espalda y lo tiró de jeta al piso. Le dio algo de pena verlo así porque el infeliz no sabía ni cómo se llamaba, le temblaban las piernas cuando se levantó y lo vio con la hoja de acero en la mano. La envainó y le dio tres o catro cachetadas a mano abierta que hicieron más ruido que los tiros que metió el más chico de los Usandivaras cuando le sacó el colt al padre para festejar que se casaba el hermano. Eso era Jacinto, hombre de pocas palabras, a veces se preguntaba cómo era posible que la Norma lo hubiera elegido, a él, un renegón de campo, un peón cuya habilidad más resonante era meter las boleadoras al cuello de un enemigo a 20 metros, nada de leer ni escribir como esos pretendientes que ella tenía por montones.

No dijo mucho cuando se fue a Chile, dispuesto a morir por su patria, en esa columna de no más de 200 delirantes como él, convencidos solamente por la mirada penetrante de Juan Facundo Quiroga, que los puso a disposición cuando al Ejército del Norte le quedaban 12 hombres de a pie bajo las órdenes de Zelada, que venían del Tucumán con más penas que gloria. No era de muchas palabras Jacinto, apenas una muesca, una mirada perdida, una caricia así como de refilón, como las que le daba por partes iguales a un par de cimarrones que tenía por perros en el patio del rancho y solo porque lo habían salvado al Nicolás de la cascabel esa que salió detrás del aljibe y que ya se disponía a morderlo cuando el petiso venía gateando por el piso de tierra.

Tampoco dijo mucho cuando esa tarde fría se unió a la tropas de Felipe Varela, con lo último que le quedaba de fuerzas, con el envión final, listo para saldar cuentas con la parca, que ya le había llevado a la Norma y al Nicolás con neumonía ese invierno cuando él andaba escondido con las montoneras en los Llanos.

Cuidado con la garganta le dijo doña Encarnación la noche anterior, no tome frío Jacinto. La vieja aparecía de tanto en tanto por el cuartel y adivinaba la suerte a quien ella sentía que debía decirle algo. Tenía unas cuantas profecías acertadas y la respetaban bastante.

Ya habían caído a su lado varios compañeros esa mañana bajo el fuego incesante de los cañones porteños, Jacinto no podía hacer mucho por su edad avanzada, pero aún podía con unos cuantos soldaditos de ocasión y encaró subido en un caballo que andaba sin jinete ya. Una onda expansiva de otro cañonazo lo voló por los aires y fue a parar sobre una pila de cadáveres que amortiguaron su caída. Alcanzó a levantarse y apenas tuvo tiempo de ver el reflejo del sol en la hoja. El sablazo le abrió el cuello de par en par. Mientras se arrodillaba mirando el cielo de su Rioja natal, Jacinto recordó: cuídate la garganta, igual él no era de muchas palabras.

*Periodista. Escritor.

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