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1591 Cultura + Espectáculos LITERATURA

Noche de bar

"...Lentamente fui tomando calor y me relajé, bajé el cierre de la campera, estiré las piernas y me recosté levemente sobre el respaldo de la silla de madera. Alguien había dibujado un corazón con lapicera sobre la mesa..."
Diego Pérez

Por Diego Pérez

Nunca me gustó ese bar. Me hacía acordar a otras épocas en las que no tenía un mango partido al medio y no podía darme el lujo de frecuentarlo. Por ahí mi hermana más grande, que salía con algún novio, llegaba con un posavasos con el logo del bar y lo guardaba en un cajón. En ese mismo bar se le ocurrió citarme. Cactus, un nombre de mierda para un bar en el medio de la Pampa Húmeda. ¿A quién se le ocurre ponerle ese nombre?, un genio.

Es martes, hace mucho frío esta noche. Dejé el auto a unas tres cuadras, por la Vélez Sarsfield, y me vine caminando, doblé por la San Martín y llegué a la esquina de Libertad donde está el bar. Miro el reloj, las 22:30, me dijo a las menos cuarto, siempre fui medio obsesivo con los horarios, una costumbre que heredé de mi viejo. Entré y me senté en una de las mesas de abajo, contra el fondo, al costado de la ventana que da a la calle Libertad. No me saqué la campera, ni en pedo, aún tenía las manos heladas. Lentamente fui tomando calor y me relajé, bajé el cierre de la campera, estiré las piernas y me recosté levemente sobre el respaldo de la silla de madera. Alguien había dibujado un corazón con lapicera sobre la mesa que estaba algo floja de papeles y de una pata era más corta.Saqué las manos de los bolsillos, me las froté con fuerza y soplé entre ellas haciendo pasar el aire caliente, tratando de hacer un silbido que nunca pude entender como mierda hacían para lograrlo algunos pibes en el barrio.

Miré el reloj, 22:35, la puta madre no se pasa más el tiempo. Del mozo ni noticias. Miré hacia la calle, encendí un cigarrillo y pité lentamente. El humo invadió mis pulmones después de más de 30 años y tosí como un condenado, esas ideas peregrinas de comprar dos puchos sueltos en el kiosco, recordando la noche que fumé por primera vez, cuando Andrea me dejó ese verano en el boliche, diciendo que necesitaba un tiempo. Qué pelotudo, me crucé al kiosquito de la otra vereda y me compré dos Wilton, infumables para cualquier mortal, pero esa noche yo sufría mi primer desamor y me podría haber fumado un habano. Me acuerdo que di la vuelta al boliche, con el pucho en las manos, pitando de tanto en tanto, haciéndome el fachero, creyendo que un cigarrillo me devolvería a Andrea, que a esas alturas de la noche ya andaba chapando con alguien que eligió mucho antes. Me fui caminando esa noche a mi casa, con esa moda ridícula de dos remeras enfundadas, una de ellas tipo chomba, con el cuello levantado y fumando el cigarrillo que me quedaba, solo, con la lección aprendida, resumida en la frase de una canción que escuché años después, lo único que aprendí del amor es a dispararle a alguien que disparó primero.

22:40, entrecierro los ojos por el humo del cigarrillo, ya superé el ataque de tos. Afuera comienza a caer la helada y yo me lleno de recuerdos. El caño del agua que subía al techo por afuera, en el pasillo de la casa de mi abuela, que se congelaba y nos dejaba sin agua hasta el mediodía en pleno invierno o la siambretta que arregló a medias el Guille y una noche fría, sin frenos, le apuntamos a la rueda de la camioneta para que al menos chocáramos con algo más blando.

Tenía esos raptos de lucidez el Guille, amigo de toda la vida a una cuadra, que un día se hartó de no pasar un examen psicológico en el laburo, llegó, vendió todo, agarró a los viejos y se fue a Barcelona dónde lo esperaban los hermanos. Dejaba las cosas a la mitad, le ganaba la ansiedad, como ese día en el lago que salió a probar el kayak sin haberlo sellado y a unos 50 metros de la costa en Villa Dique tuvo que dejarlo hundir y lo perdió para todo el viaje.

El puto frío que me llena de nostalgias, en qué momento de mierda comenzamos a ser eso, un recuerdo andante, todo nos trae recuerdos, fragmentos del pasado, cada esquina es una invitación a la memoria y una tentación de creer que en esas calles estarán a la venta elixires del ayer, de la juventud y la felicidad.

22:45, la puerta del bar se abre y Soledad entra, y no sé por qué carajos lo primero que me viene a la mente, como un martillo que me pega sin piedad son sus palabras del final, que no me amaba ya, que dio vuelta la página, que estaba en otra. Soledad cruza el bar hasta mi mesa, las luces tenues y el decorado de madera de las paredes, con adornos rústicos y cuadros sin mucho sentido del buen gusto, le dan a su figura un aire meláncolico, es el pasado que camina esquivando mesas y se sienta frente a mí, se acomoda el cabello lacio por detrás de los hombros y me mira.

Cómo le explicas en menos de 5 minutos a esa persona que tenés enfrente que es el amor de tu vida, pero que a la vez dudas que lo sea, porque las sesiones del psicoanálisis con Mara pusieron otro resultado sobre la mesa, cómo le decís a esa flaca hermosa que hace un mes pensaba vivir con vos y hoy no quiere verte ni en figuritas, que la vida es una cagada, que uno elige pelotudeces, que el pasado y la infancia con ausencias emocionales, sin afecto te dejaron un hueco y puro desapego viviendo de casa en casa, de ciudad en ciudad, de escuela en escuela.

Cómo carajos le decís que vuelva, que es posible retomar algo que vos mismo terminaste de joder en otro lado, pero que a la vez la culpa es en parte de ella porque como dice Mara, la felicidad y los orgasmos son responsabilidad de cada uno. Cómo le decís que salimos a actuar condicionados, cada uno con un libreto que nunca ensayó y que a mitad de la obra cuando se había bajado el telón salí como un loco a improvisar y meter el segundo acto, en el que ella al comienzo estuvo y luego se fue. Cómo mierda le decís que sos humano, que a pesar de todo lo que marca el psicoanálisis y la vida, con las elecciones y el dolor a cuestas, la amas, así como sos, así como es. Que la responsabilidad emocional debe ser de a dos, aunque después el grotesco del final fue solo mío.

Soledad me mira y entiende que tengo atragantadas las palabras que dibujé en mi mente todo el mes, que me muero por tomarla de la mano y largarle todo. A duras penas me contengo, esbozo esa sonrisa de mierda de ocasión que le copié a mi hermana menor, acomodando la mandíbula con los dientes de arriba y estirando la mueca como payaso.

Apenas me sale un ¿todo bien? Sole sonríe levemente y asiente con la cabeza. Si, por suerte sí.

Suena un bocinazo y me estremezco, doy un pequeño brinco sobre la silla. El celular muestra un mensaje. Es de Soledad, lo abro y leo. No voy a ir a ese café, la verdad es que no tengo nada para decirte, te deseo lo mejor y que salgas adelante, sé que vos sabes de eso. Que tengas una vida plena y no andes jodiendo la de otros, de eso se trata.

El mozo nunca vino, 22:50, salgo del bar, con la campera que me tapa media cara. Está helando y ya hay niebla. Agarro la avenida y camino despacio, el frío me jode la rodilla derecha, un par de casas más allá alcanzo a divisar un par de recuerdos que me esperan para asaltarme. Apuro el paso, meto las manos en los bolsillos, sin los lentes puestos no veo un carajo. Nunca me gustó este bar, que nombre del orto.

*Periodista. Escritor.

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