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Opinión VOCES

Obstáculos que la poesía enseña a evitar

Una reflexión sobre lo que el autor denomina hombre-obstáculo, como algo diferente a la mala intención o la obstrucción.
Fernando Urriolabeitia

Por Fernando Urriolabeitia

Cuerpos, objetos, hombres, cuyo destino es ser obstáculo, cuya función es desviar el camino e interrumpir a la flor”. Roberto Juarroz (1987)

Hay personas y objetos que son un “obstáculo” en la vida. No se trata, desde luego, que lo sean por sus constantes, malintencionadas y absurdas discrepancias en las ideas o en un trabajo o donde fuese en el caso de las personas, ni por el desorden, peligro o inutilidad ya si estamos hablando de objetos. El asunto es más profundo, es existencial.

Tampoco cabe pensar el “obstáculo” en tanto impide conseguir un fin y, entonces, la persona o ciertas cosas estarían obstruyendo ese logro. Para nada ese es el problema por el cual estas personas y objetos generan cansancio, exasperación, hartazgo y tenerlos cerca provoca un desasosiego inevitable.

Quien supo enseñarnos y describir en qué consiste su esencia fue el poeta Roberto Juarroz: “Hay objetos que sólo ocupan un lugar/ para que se tropiece con ellos./ Hay cuerpos que sólo están ahí/ para chocar con ellos./ Hay hombres que sólo existen/ para dar contra ellos.// ¿No habrán sido nunca penetrados por la música,/ ni atravesados por la luz,/ ni encendidos por el aire luminoso/ que invierte los adentros y afueras,/ ni apagados por la lluvia/ que ocupa el centro de la noche?// ¿No habrán tocado nunca/ el dorso por lo menos de la mano del tiempo,/ el friso sin adornos que enlaza los silencios / la ternura encogida que habita los rincones,/ la secuencia de roces que cae del pensamiento?// Cuerpos, objetos, hombres,/ cuyo destino es ser obstáculo,/ cuya función es desviar el camino/ e interrumpir a la flor.(…)”.

No hay afinidad posible con ellos. Ante estos “obstáculos”, en principio, hay que realizar una demarcación consciente y visible, que no deje lugar a dudas de qué lado está cada uno. Es necesario trazar fronteras (“cada uno tiene sus fronteras propias/ con el mar/ con el tiempo/ con la vida…”, nos recitó Mario Benedetti). Un mapa espiritual de nuestra personalidad e identidad y sus posibilidades de proximidad con el resto, trazando caminos que solo lleven a lugares que garantizan tiempo y espacio libres de obstáculos.

Cabe estar atentos y evitar entremezclarse con el hombre-obstáculo, a fin de no llegar a poseer “fragmentos o pedazos” de sus cualidades tan corrosivas a la sensibilidad. Es que no nos constituimos exclusivamente con lo propio, como advirtió Juarroz: “Cada uno tiene/ su pedazo de tiempo/ y su pedazo de espacio,/ su fragmento de vida/ y su fragmento de muerte.// Pero a veces los pedazos se cambian/ y alguien vive con la vida de otro/ o alguien muere con la muerte de otro.// Casi nadie está hecho/ tan sólo con lo propio./ Pero hay muchos que son/ nada más que un error:/ están hechos con trozos/ totalmente cambiados”.

No hay que caer en la confusión de identificar al hombre-obstáculo por la ausencia de cierto conocimiento o de vocación artística o cultural. Ni tampoco porque carezcan de la “inteligencia emocional” que construyeron Salovey y Mayer. Es algo diferente, es profundamente existencial y, como tal, se trata de una sensibilidad que brota del “alma” (esa “región de los sentimientos y emociones, de los deseos, de los impulsos y apetitos”, como escribió Ortega y Gasset).

La música, el arte, la literatura o cualquier otra manifestación de la cultura tienen como componente a los sentimientos, a las emociones (como escribió el filósofo rumano Emil Cioran, “la música, sistema de adioses, evoca una física cuyo punto de partida no serían los átomos sino las lágrimas”), pero esta sensibilidad se encuentra igualmente en muchas manifestaciones más del quehacer humano, no sólo en aquellas. Las emociones genuinas, de las que carece el hombre-obstáculo, están alejadas de ese contagio que hace fluir a los sentimientos de manera descontrolada por las redes sociales con el único fin de su exhibición. La sensibilidad auténtica, entonces, surge del alma y necesita estar protegida por cierta circunspección.

Incluso, puede advertirse que dificultan la convivencia quienes se limitan a la porción de un mundo acotado a la razón, los empedernidos racionalistas que, a su modo, obstaculizan, porque nunca creerían posible que existe “la confusión de un aroma/ que emigra de una flor/ y se va a perfumar un pensamiento…” (Juarroz).

No sería errado afirmar que los hombres-obstáculos están retratados, a su vez, en la poesía de Baldomero Fernández Moreno. Este poeta porteño escribió: “Setenta balcones hay en esta casa,/ setenta balcones y ninguna flor.../ ¿A sus habitantes, Señor, qué les pasa?/ ¿Odian el perfume, odian el color?// La piedra desnuda de tristeza agobia,/ ¡dan una tristeza los negros balcones!/ ¿No hay en esta casa una niña novia?/ ¿No hay algún poeta bobo de ilusiones?// ¿Ninguno desea ver tras los cristales/ una diminuta copia de jardín?/ ¿En la piedra blanca trepar los rosales,/ en los hierros negros abrirse un jazmín?// Si no aman las plantas no amarán el ave,/ no sabrán de música, de rimas, de amor./ Nunca se oirá un beso, jamás se oirá una clave.. / ¡Setenta balcones y ninguna flor!”.

Con los objetos los sentimientos también juegan un papel preponderante. Lo que representen según la circunstancia y de acuerdo a las emociones de las personas relacionadas con ellos, los convertirán o no en obstáculos. En el poema en prosa “Mi casa, esta mujer” de Santiago Kovadloff, los objetos se muestran hostiles o amigables dependiendo de la emotividad vigente de las personas a quienes pertenecen. La armonía era lo habitual en ese hogar: “Mi casa es esta mujer que ahora duerme a mi lado. Como ella, con ella, todo a mi alrededor reposa. Cuando ella despierte, también lo harán las cosas. Volverán a abrirse las puertas, correrá el agua otra vez, los pasos avivarán la vieja escalera, caerá de nuevo la luz sobre las plantas”.

Los objetos y espacios toman otra dirección ni bien los sentimientos se tornan conflictivos: “Si el egoísmo o la indiferencia quiebran nuestro encuentro, la casa se oscurece. (…) Cuando ella anda lejana, todo es lejano en la casa; con ella se van en tropel las cosas de mi entorno, y estar aquí se vuelve una tortura; acosa cada sitio, cada paso lastima, rincones y objetos se hacen inservibles”.

Pero luego toda la materialidad, ante la recomposición sentimental de sus habitantes, retoma el cauce original: “Si renace la alegría, renace la casa. Cuando la lucidez o el deseo vuelven a reunirnos, la casa otra vez se ilumina: tienen sentido mis papeles, cada cuarto es la evidencia de un proyecto. La casa entera es una fiesta…”.

En la relación que se tiene con los objetos-obstáculos hay un margen importante de maniobrabilidad que depende de cada uno, entonces, la preocupación debe centrarse ante la posible convivencia con las personas que representen un obstáculo. De modo tal, que ante el caso de estar asediados por él debemos procurarnos alguna táctica para salir indemnes. Una combinación de cortesía con una pizca de ironía bajo el equilibrio de la elegancia, parece la opción más validas entre las posibles.

La columna vertebral es la cortesía, esa técnica social -como explicó Ortega y Gasset- que hace más suave el choque que importa socializar, al crear unos mínimos muelles en torno de cada uno, que amenguaría, en este caso, el topetazo del hombre-obstáculo contra nosotros. Este tratamiento de las distancias en la convivencia, permitirá tenerlos lejos, con gestos premeditados y formalmente legibles. Pero la cortesía requerirá que sea llevada a cabo con elegancia, en tanto nunca es admisible que quede como efecto, aunque no intencional, excesiva frialdad o cierta grosería ni modales toscos para evitarlo, si sucediera así sería prácticamente una asimilación a lo que se quiere eludir.

En este esfuerzo por preservarnos siendo cortés y elegante, falta el otro engranaje indispensable para que funcione: la ironía. Ella es el condimento necesario, toda vez -como José Ingenieros precisó- es la “perfección del ingenio, una convergencia de intención y de sonrisa, aguda en la oportunidad y justa en la medida; es un cronómetro, no anda mucho sino con precisión”. Queda conformada así una maniobra necesaria de equilibrio entre la cortesía que genera la distancia que protege y la elegancia que pone delicadeza, culminando este proceso la ironía con su intervención quirúrgica que deja libre de cualquier daño y sin margen para quejas.

Tal vez, en ese sentido, cuando alguien nos pregunte sobre un determinado hombre-obstáculo que se sabe que anda merodeando por nuestra vida, un primer paso para comenzar a alejarlo sería -tranquilo y con un ademán firme- responder con palabras de Bioy Casares y Borges: perdón, “no lo recuerdo al señor. Me parece un desconocido visto de atrás”.

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