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Opinión PERFIL

René Favaloro

Fue un hombre que sufrió como propio todo el dolor de la humanidad. Su existencia fue la demostración más cabal que en épocas de impiedad siguen naciendo hombres muy piadosos.

Jose Narosky

Por Jose Narosky

El 29 de julio del año 2000 fallecía un grande de la ciencia argentina –famoso también universalmente- en el que, la modestia no era un mérito, sino una necesidad. Se llamó René Favaloro.

Hacía solo 15 días que había cumplido jóvenes 77 años.

Fue un hombre que sufrió como propio todo el dolor de la humanidad. Su existencia fue la demostración más cabal que en épocas de impiedad siguen naciendo hombres muy piadosos.

Hay una ley no escrita en los medios, que desobedeceré. Dice que los que usamos un micrófono como en este momento el de no debemos aludir a circunstancias de orden personal.

La muerte del doctor Favaloro me hace pensar que para matar a un cóndor majestuoso solo basta una gota de veneno (o un solo disparo en el corazón, en el caso del científico). Quien les habla estuvo hace cinco años internado 4 o 5 días en su Instituto, aquí en Buenos Aires.

El doctor Favaloro solamente operaba. Casi no visitaba a los internados. Téngase en cuenta que, en los varios pisos de su Instituto, siempre había cientos de pacientes, y él se dedicaba a operar de 8 a 10 horas diarias. Además, como Director General realizaba muchas otras tareas. Quiero relatarles una experiencia personal y esta anécdota expresará toda mi gratitud al doctor Favaloro.

La modestia de los grandes

Sé que un homenaje a un muerto ilustre no lo resucita. Pero lo ilumina. Me interné para un chequeo general. A las pocas horas golpean la puerta de mi habitación.

“¿Se puede?”. Era el doctor Favaloro, con su sonrisa cordial que tenía la delicadeza de visitarme. “¿Puedo sentarme en su cama?”, dijo extendiéndome la mano. “¡Por supuesto!”. Se quedó una hora conmigo.

Dos enfermeras que entraron en distintos momentos se sorprendieron. “No estoy como médico”, me dijo. “Vengo solamente a conocerlo”, expresó. Y agregó: “Sé dos de sus aforismos de memoria. ¿Se los digo?”. Y me repitió primero el más conocido. El que dice: “Hay quien arroja un vidrio roto sobre la playa. Pero hay quien se agacha a recogerlo...”

“¿Y el otro?”, le dije. “El otro lo recuerdo porque lo tengo bajo el vidrio de mi escritorio”, me respondió. Y de sus labios salió este aforismo: “El médico que no entiende almas no entenderá cuerpos”.

Claro. Él por cierto que entendía almas. Me sentí emocionado. Vino a verme los cuatro días de mi internación y jamás me habló de medicina.

Me lo explicó: “Otros médicos de mi institución están en mejores condiciones para aconsejarlo. Yo hago cirugía exclusivamente”.

El último día –ya me daban el alta- vino con uno de sus libros: ‘Memorias de un médico rural’. Y agregó: “En este libro están mis 12 años como médico rural en La Pampa. Perdóneme la letra, terminó, con la modestia de los grandes, que siempre tienen pudor por su grandeza. Y me escribió una muy generosa dedicatoria.

Para terminar, la vida de Favaloro fue una verdadera lección de dignidad, de hombría de bien. Fue una especie de sacerdote laico.

Por eso, el aforismo final quiere aludir a su permanente lucha contra la incomprensión, la frialdad, el egoísmo.

Y ahora el aforismo final para el doctor Favaloro cuya muerte no fue una muerte individual: “Los grandes hombres perciben cuando predican en el desierto. Pero siguen predicando”.

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