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Opinión

Simone Weil y su conversión al cristianismo

La historia de un viaje a un pueblito de Portugal, donde percibió que “el cristianismo es por excelencia la religión de los esclavos”.
Ignacio A. Nieto Guil

Por Ignacio A. Nieto Guil

"He nacido, he crecido y he permanecido siempre en la inspiración cristiana”

Simone Weil

Agotada por sus pasos en las fábricas francesas y la dura realidad obrera, en 1935 decide viajar a Portugal para tomar un breve respiro. En ese país, presencia la festividad de “Nuestra Señora de los 7 Dolores” en un pequeño pueblo de pescadores llamado Povoa do Varzim. Allí descubrió la serenidad de las viudas de marineros muertos en el mar y los cantos litúrgicos de una tristeza sobrecogedora que las mismas le dedicaban a sus fallecidos en la orilla del mar para velar por sus almas. Las mujeres recorrían las barcas lentamente llevando cirios encendidos y Simone Weil, en consecuencia, pudo contemplar ese escenario de una manera que iniciaría un nuevo capítulo en su vida. Esto supuso su primer contacto real con el cristianismo y, por ello, de aquella experiencia que la marcó profundamente, diría: “Con este estado de ánimo y en unas condiciones físicas miserables, llegué a ese pequeño pueblo portugués, que era igualmente miserable, sola por la noche, bajo la luna llena, el día de la fiesta patronal. El pueblo estaba al borde del mar. Las mujeres de los pescadores caminaban en procesión junto a las barcas; portaban cirios y entonaban cánticos, sin duda muy antiguos, de una tristeza desgarradora. Nada podría dar una idea de aquello. Jamás he oído algo tan conmovedor, salvo el canto de los sirgadores del Volga. Allí tuve de repente la certeza de que el cristianismo es por excelencia la religión de los esclavos, de que los esclavos no podían dejar de adherirse a ella, y yo entre ellos”. Ese hecho, precisamente, le dio una respuesta en tanto que visualizó en el cristianismo una “religión que consuela a los afligidos y miserables”, es decir por aquellos que sufren.

En 1937, con 28 años, luego de su trunca estadía en la Guerra Civil Española, Simone viajó a Italia, donde pudo contemplar la belleza espiritual de la comuna de Asís, en la provincia de Perugia. Su salud, por otro lado, se encontraba asediada por fuertes dolores de cabeza, sumado a que su espíritu se había doblegado en su paso por la industria fabril como se ha mencionado. De tal experiencia escribió: “Allí, sola en la pequeña capilla románica del siglo XII, Santa Maria degli Angeli, incomparable maravilla de pureza, donde tan a menudo rezó San Francisco, algo más fuerte que yo me obligó, por primera vez en mi vida, a ponerme de rodillas”.

Esto significó un segundo contacto con el cristianismo a través de la figura de San Francisco y los preciosas frescos de Giotto en la Basílica de San Francisco de Asís, que pusieron su alma en contacto con la Belleza Absoluta de Dios. Por este motivo, la fuerte impresión del lugar, sumado a sus primeras experiencias místicas a través de la sensibilidad del Santo de Asís, acercarían la profundidad de Simone a la fe católica, en su fuerte “búsqueda de la Verdad”, aunque de modo particular.

En efecto, la filósofa francesa creía realmente en la Trinidad, en la Encarnación, en la Redención y la Eucaristía, sin embargo, se mantendría en las puertas de la Iglesia a pesar de que el padre Joseph-Marie Perrin buscó sin éxito su bautismo. En una carta a Gustave Thibon, justamente, Simone explicó tal vez su razón más profunda: “Si es de la Iglesia de lo que habla, es verdad que me encuentro cerca, pues estoy a sus puertas. Pero eso no quiere decir que esté próxima a entrar en ella. Es verdad que el menor impulso bastaría para hacerme entrar; pero todavía hace falta ese impulso, sin el cual puedo quedarme indefinidamente a la puerta. Mi ferviente deseo de complacer al padre Perrin no puede cumplir la función del impulso, sino que, al contrario, más bien me retiene para evitar una mezcla ilegítima de actitudes. En este momento estaría más dispuesta a morir por la Iglesia, si algún día hubiera necesidad de morir por ella, que a entrar en ella”.

Diversas razones la llevaron a ser reticente a su ingreso a la Iglesia, entre ellas, porque la veía como una colectividad -en un siglo de totalitarismos políticos y tantos conflictos bélicos- donde, indudablemente, el individuo queda absorbido y supeditado a la masa. Simone defendía esa “individualidad” bien entendida, que autores de la talla de Søren Kierkegaard, en íntima conexión con ella, defendieron frente al “Absoluto”. En un bello texto suyo, titulado “La persona y lo sagrado”, Weil expresa: “En cada hombre hay algo sagrado. Pero no es su persona. Tampoco es la persona humana. Es él, ese hombre, simplemente”.

Así, Simone prosigue ensayando sobre “el sentido metafísico de la verdad”, en tanto se manifiesta en contra de lo colectivo: “No sólo la colectividad es ajena a lo sagrado, sino que desorienta proporcionando una falsa imitación (...) El ser humano no escapa a lo colectivo más que elevándose por encima de lo personal para penetrar en lo impersonal. En ese momento hay algo en él, una parcela de su alma, sobre la que nada de lo colectivo puede ejercer su influencia (...) Lo que es sagrado, lejos de ser la persona, es lo que en un ser humano es impersonal (...) La verdad y la belleza habitan ese dominio de las cosas impersonales y anónimas (...) Lo que es sagrado en la ciencia es la verdad. Lo que es sagrado en el arte es la belleza. La verdad y la belleza son impersonal (...) La perfección es impersonal. La persona en nosotros es la parte del error y del pecado en nosotros”.

Sobre el mismo tema, aclara: “Todo el esfuerzo de los místicos se ha dirigido siempre a obtener que deje de existir en su alma alguna parte que diga ‘yo’ (...) Pero la parte del alma que dice ‘nosotras’ es aún más peligrosa (...) Los hombres en colectividad no tienen acceso a lo impersonal, ni siquiera en sus formas inferiores. Un grupo de seres humanos ni siquiera puede hacer una suma. Una suma se opera en un espíritu que olvida momentáneamente que existe algún otro espíritu (...) Lo personal se opone a lo impersonal, pero existe un tránsito de lo uno a lo otro. No hay tránsito de lo colectivo a lo impersonal. Es preciso que primero se disuelva una colectividad en personas separadas para que la entrada en lo impersonal sea posible (...) Solamente en este sentido la persona participa algo más de lo sagrado que la colectividad. No sólo la colectividad es ajena a lo sagrado, sino que desorienta proporcionando una falsa imitación”.

El tercer contacto fuerte de Simone con el universo cristiano se daría en 1938, en Francia, donde pasó Semana Santa en el Monasterio de Solesmes, acompañada por su madre. Los dolores de cabeza se agravaban. Leía y meditaba la poesía “El Alba” de George Herbert, autor inglés del siglo XVII. Por otro lado, durante los oficios en la abadía benedictina pudo presenciar y apreciar la belleza de los cánticos gregorianos, entrando, de manera significativa, en verdadera comunión con la belleza a la que siempre se rendiría: “La belleza del mundo es la sonrisa llena de ternura que Cristo nos dirige a través de la materia. Él está realmente presente en la belleza universal”.

En este contexto se produce su conversión definitiva: “Esta experiencia me permitió conocer mejor, por analogía, la posibilidad de amar el amor divino a través de la desdicha. Evidentemente, en el transcurso de estos oficios, el pensamiento de la pasión de Cristo entró en mí de una vez y para siempre”. Y finalmente dirá que sintió “una presencia más personal, más cierta, más real que la de un ser humano, inaccesible tanto a los sentidos como a la imaginación, análoga al amor que se transparentaría a través de la más tierna sonrisa de un ser amado”.

Publicado en el diario La Prensa, de Buenos Aires

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