¿Te has parado a pensar alguna vez en por qué odias aquello que odias? El verbo odiar está de moda. Ahora los haters campan a sus anchas, y nos atrincheramos con nuestras ideas (¿nuestras?) para lanzarnos al cuello de todo aquel que no pertenece a nuestro bando (¿nuestro?). 240 caracteres bastan para una sentencia. No se necesitan pruebas, debates ni valoraciones. El juicio llega al instante.
¿A quién deberíamos echarle la culpa de todo esto? Mirar hacia adentro está descartado, evidentemente. Pero si miramos hacia atrás, y echamos un vistazo a quienes vivieron el odio en el pasado, descubrimos que tenemos la respuesta justo enfrente de nuestras narices. En el espejo. Sí, eres tú la razón por la que odias tanto. Tú, y tu falta de tiempo.
Un mundo sin tiempo es un mundo con odio
Nietzsche vivió y creció en una era dorada para el odio. El nacismo señalaba culpables a diestro y siniestro, sin pensar demasiado en las consecuencias. O quizá, meditándolas de manera maquiavélica. Eran los judíos, los inmigrantes, los homosexuales, los gitanos, o todo aquel que pensara o fuera distinto. Y como tal, debía ser eliminado. Sin medias tintas.
El presente se parece espantosamente a aquel pasado que vivió el filósofo alemán, cuyos textos fueron adulterados y forzados para erigir el nacismo. Pero su verdad prevalece en sus textos originales. “Dado que falta tiempo para pensar y sosiego al pensar, ya no se ponderan los pareceres divergentes: basta con odiarlos”, reflexionaba el pensador en Humano, demasiado humano.
Y es que, como escribe la periodista cultural Pilar Gómez Rodríguez en Nueva Revista, “una sociedad que nunca para es una sociedad donde nunca sobreviven los grandes hechos”, ya que “la comprensión es lenta, enemiga de las prisas y no tolera bien que la apresuren. Es más rápido odiar, y más fácil”.
Odias aquello que no entiendes
No hace demasiado analizábamos con la ayuda de la psicóloga Leticia Martín Enjuto lo que dice de ti el tipo de personas a las que odias. Y sus palabras bien podrían resonar con las de Nietzsche.
Odiamos aquello que no comprendemos. Las personas inteligentes no odian necesariamente menos, sino que odian conductas que dañan principios más abstractos, nos explicaba la psicóloga, como la justicia o la honestidad.
“En cambio”, continuaba la experta, “quienes no tienen esa mirada tan reflexiva tienden a enfocarse más en lo inmediato:lo que les resulta extraño, ajeno o contrario a sus costumbres”. Es decir, odiamos aquello que no entendemos.
Pero la apuesta de Nietzsche, que rescata el filósofo contemporáneo Byung-Chul Han en Vida contemplativa, va en otra dirección. Lo que odiamos no depende de nuestra inteligencia, sino del tiempo que tenemos para procesarlo. La falta de contemplación de la sociedad moderna nos predispone para el odio, nos prepara para la falta de comprensión, y nos divide mientras perdemos la batalla del sentido común.
Seres agotados, seres enfadados
La contemplación, defiende Byung-Chul Han, es mucho más que el rato ocioso que transcurre entre tareas. Es el punto en el que nos encontramos y nos construimos.
Sin embargo, en la sociedad actual estamos sobreestimulados, hiperactivos. Las pantallas juegan un papel clave en esta hiperactividad, pero para Byung-Chul Han hay algo aún más limitante: la autoexplotación. El humano moderno cree que debe estar en constante estado de mejora, adquiriendo habilidades, mejorando sus marcas personajes, trabajando más y más y más.
El resultado es una mente agotada que desprecia el tiempo en blanco, el tiempo dedicado a la contemplación. Pero es curiosamente ahí, donde nada sucede, donde ocurren las grandes cosas. Es al hacer nada cuando se nos ocurren ideas nuevas, nuevos enfoques. “La inactividad tiene su propia magia”, escribe el filósofo.
Es también en esta inactividad donde podemos reflexionar, y en un acto revolucionario, comprender al otro. Parar es, por tanto, una forma superior de compromiso social. Porque como decía Nietzsche, solo quien tiene sosiego para reflexionar puede comprender a quien piensa diferente. Y en ausencia de este tipo de contemplación, nos queda tan solo el odio.
Escrito por Celia Pérez León
Fuente: cuerpomente
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