Saltar menú de navegación Teclas de acceso rápido
1591 Cultura + Espectáculos LECTURAS

El patio en que ignoramos la felicidad

Una reseña para el libro "Ejercicios para domesticar el tiempo" del escritor Idangel Betancourt.
Fernando Viano

Por Fernando Viano

¿Quién no ha fantaseado alguna vez con poder domesticar el tiempo? ¿Quién no ha fantaseado alguna vez, aunque más no sea, con poder detenerlo? Tal vez así, en esa fantasía, podríamos llegar a dimensionarlo. Y hasta podríamos llegar a comprenderlo y comprendernos en él. ¿Pero quién puede domesticar el tiempo sin terminar siendo domesticado en el intento? ¿Quién puede detenerlo sin exponerse a lo atroz de quedarse quieto frente a lo quieto? ¿Quién puede escapar a ese asombro letal de lo estático siendo estáticos? ¿Quién puede vivir para contarlo?

Abrir las puertas de “Ejercicios para domesticar el tiempo” (Cinco Sentidos NOA, 2023) de Idangel Betancourt es todo un desafío en sí mismo. Cruzar el umbral hacia ese interior profundo puede resultar lo más parecido a caer a un abismo visual en el que la realidad queda inmóvil, pero todo a su alrededor se mueve, igual que se mueven las agujas en un reloj que, sin embargo, no marca el tiempo, sino las vivencias, la suma de los instantes pequeños que atraviesan las noches y los días, como si de alguna manera se pudiera palpar a las palabras que nombran lo que no tiene nombre, lo que no queda contenido ya en ninguna parte, porque somos esa continuidad de aconteceres que no observamos, pero que cuando vemos nos abruman, nos arrastran, nos envuelven en una ola de sensaciones de las que ya no se puede salir.

¿Será que acaso se puede domesticar el tiempo?

Esa es la duda que se desparrama, latente, a lo largo y ancho de la geografía de este delicado libro de Betancourt que, no obstante, pone en práctica la grandeza de la mirada que rasga las vestiduras, que rasga la piel, que rasga las entrañas y desparrama todo el sentir poético sobre un puñado de páginas en las que habita su tiempo, el tiempo que pudo y supo detener, aun en la continuidad sostenida de un devenir tan inevitable como el tic-tac que retumba en los oídos de un sueño que reposa impreso en lo trunco, en lo imposible, para seguir siendo sueño mañana, si es que mañana despertamos del letargo de lo que ya no habitamos.

Nada en este patio es diferente, a no ser su / pequeña muestra de tiempo en el que / tenemos el coraje de habitar. / No lograremos saber si el lagarto que trajimos / será feliz aquí: / es frágil el ejercicio de domesticar el tiempo; / nada es bello en sí mismo, / ni los pájaros devorando las naranjas, ni la saliva / lenta en tu sexo; / nada evita que lo que haya pasado sea también el / futuro, / pero aquí estuvimos: en este pequeño patio / compartiendo con un lagarto la ignorancia / de la felicidad.

Dice Santiago Sylvester: “Idangel Betancourt toca en este libro un tema tan viejo como la poesía: la experiencia del amor. La solución que ha encontrado consiste en no temerle a las búsquedas innovadoras, y tampoco desdeñar el conocimiento que viene desde lejos. Hay que sumar su vida de trastierros y arraigos sucesivos, que le dan la perspectiva móvil de la poesía actual, y también lo imponderable: eso que no se ve ni se mide, pero existe, y tiene la fuerza de presentarnos un poeta de verdad”. Puede que esta definición de Sylvester sea la más acertada para dar cuenta de la labor minuciosa, detallista y puntillosa de Betancourt. Pero puede también que caigamos, involuntariamente, en la trampa de un reduccionismo poco apropiado para una poesía que busca resolver a partir de la brevedad uno de los dilemas universales de la humanidad: la experiencia del amor en la experiencia inabarcable del tiempo que tenemos y que no tenemos. Que va y que viene. Que nos lleva y que nos trae. A veces hacia lo maravilloso. Otras, hacia el precipicio. A veces en el placer. Otras, en el dolor.

Todo eso (lo blanco, lo negro y también todos los matices de lo gris) convive en “Ejercicios para domesticar el tiempo”. Pero también convive en “Ejercicios para domesticar el tiempo” todo aquello que no existe ya en ningún espacio. Y los recuerdos nuevos. Es así que estamos, tanto como que no. Igual que esos cadáveres diminutos que crecen en silencio y que la casa va guardando sin que podamos verlos, tal como nos describe el poeta. Pero ahí están. Así como está el amor y su opuesto. Así como está el tiempo que tenemos y el tiempo que nos falta. Y el tiempo que creemos poder domesticar sin ser domesticados en el intento. Y está Idangel. Y están estos poemas, en el mientras tanto que nos abarca.

Dentro del poema y fuera / sobre la piel y cayendo / donde se juntan las horas / y en la luz del semáforo sin saber si hay tiempo para volver / dentro del árbol y fuera de la casa / en el paisaje o en la palabra / en lo que ha muerto y regresa para brotar / en el movimiento que va de la estrella / a tus dedos y el roce en el agua que hemos compartido / en el sentido inverso de la promesa / en las direcciones que amenazan con trazarse / en el silencio al que se le imprime tanto deber / dentro de este poema y fuera.

¿Será que acaso se puede domesticar el tiempo?

Puede que nunca lleguemos a obtener la respuesta. Puede que arribe nuestro fin siendo una vez más ese vacío irremediable del tiempo que no tenemos, del tiempo que no nos queda, del tiempo que fuimos y que ya no volveremos a ser, del tiempo que no vamos a saber. Pero sí sabremos, en cambio, que al menos tenemos este puñado de palabras golpeteando contra el suelo, quietos en lo quieto, en el patio en que una vez ignoramos la felicidad.

SOBRE EL AUTOR

Idangel Betancourt
Idangel Betancourt

IDANGEL BETANCOURT (NUEVITAS, CAMAGÜEY, CUBA, 1973). ESCRITOR, ACTOR Y DIRECTOR DE TEATRO. VIVE EN LA ARGENTINA DESDE 2002. EN LA ACTUALIDAD RESIDE EN LA CIUDAD DE CATAMARCA. COLABORA, COMO POETA Y PERIODISTA CULTURAL, EN DISTINTAS PUBLICACIONES NACIONALES E INTERNACIONALES.

LECTURAS

Comentarios

Últimas noticias

Te puede interesar

Teclas de acceso