La política argentina está sumida en un pozo de insustancialidad. Milei habla en contra de los periodistas porque le conviene, y los periodistas se victimizan por la misma razón. Milei es un producto de los medios, mantiene vínculos con muchos periodistas y propietarios de medios, pero, para consolidar su imagen, simula odiarlos. Cualquier debate en torno a eso es trivial. Solo representa un paso más en la vulgarización de la vida pública.
La campaña en la ciudad es, también, una banalidad insoportable. Los candidatos hablan como si fueran postulados a emperadores capaces de resolverlo todo, cuando en realidad se presentan como legisladores locales, sin ningún poder ejecutivo.
Entre tanta decadencia intelectual, lo de Larreta asusta. No parece haber fondo en el pozo en el que ha caído el ex jefe de gobierno. Siempre recuerdo cuando fue electo por primera vez: me convocó para su equipo, y antes de asumir hizo un retiro con una especie de coach (una idiotez), quien preguntaba a todos cuál era su objetivo. La respuesta unánime fue: “que Horacio llegue a presidente”. El hombre acababa de ser electo jefe de gobierno, y de lo único que hablaban él y los aduladores que lo rodeaban era de su futura presidencia. La ciudad no era más que un escalón hacia su verdadero objetivo. Desafortunadamente para los contribuyentes, terminó siendo la caja de una campaña electoral tan costosa como ridícula.
Ahora se postula como legislador, pero dice que quiere ser jefe de gobierno. El cargo al que se presenta le es indiferente. Larreta se rodea de mediocres que le dicen todo que sí. Cualquiera con criterio propio es inmediatamente eyectado de su entorno. Él es un compendio perfecto que explica por qué la gente odia a los políticos. Habla de la “conurbanización” de la ciudad, soslayando que los procesos de decadencia urbana son largos. La decadencia de la ciudad comenzó con Larreta, básicamente porque estaba concentrado en su carrera presidencial: no desalojaba piquetes para evitar costos políticos, rompía veredas en buen estado para financiar su campaña, abrazaba postulados de la agenda woke porque estaba de moda, y los indigentes intelectuales que lo rodeaban hablaban en inclusivo.
En lugar de hacer autocrítica por todo eso, dice que “fue un error haber traído del conurbano a Jorge Macri”. Olvida mencionar que, en las elecciones a jefe de gobierno, apoyaba —y llenaba de cargos y dinero— a Martín Lousteau por su absurda idea de captar votos radicales para su patética campaña presidencial. Integraba un partido (el PRO) y financiaba al candidato opositor dentro del mismo espacio. Larreta es igual a su amigo Massa: todo lo que hacen en política es por beneficio personal, nunca por vocación de gestión.
Políticos como Larreta y Massa acumulan tanto desprecio que terminan generando fenómenos como Milei. Cuando se impone el término “casta” es porque hay políticos que actúan como tal.
Ahora, en el tramo más descarnado de su decadencia, Larreta presenta una lista solo para arañar votos de su viejo partido y favorecer al peronismo. Su lista (Tagliaferri, Telerman) tiene peronistas. Terminará en el peronismo, que es donde empezó.
En cualquier caso, su amargura es evidente. Quiere vengarse y proyectar en los demás el fracaso de su carrera presidencial.
Ese es el gran error de los políticos: necesitan depositar la culpa en los demás por sus garrafales errores. Mientras tanto, la gente tiene que soportar que su calidad de vida no mejore, observando por televisión el gran teatro de la decadencia personal de quienes deberían gestionar lo público en favor de los ciudadanos.
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