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Opinión

Un idioma absoluto para nombrar la herencia

A cien años de su nacimiento, Ariel Ferraro vuelve a interpelarnos desde la fuerza intacta de su poesía. Nacido en los Llanos riojanos y proyectado al mundo, supo hacer del idioma un territorio donde el paisaje, la memoria y la historia se funden en un barroquismo singular y en una ética de la palabra que todavía resuena.

En septiembre de 2025 se cumple el centenario del nacimiento de Ariel Ferraro (José Humberto Pereyra, Corral de Isaac, 1925–Buenos Aires, 1985). La efeméride no es un mero calendario: es una puerta. Del otro lado, espera una obra que, desde los Llanos riojanos, se atrevió a decir el mundo. Ferraro no fue un poeta “regional” en el sentido estrecho del término; fue un artesano del idioma que convirtió la materia de su tierra -la greda, el viento, el sol que blanquea, el rumor de las vidalas- en un idioma absoluto, capaz de hablarle a cualquier lector. Su poesía no se conforma con describir: excava. Y al hacerlo, nos enseña que nombrar es también hacerse cargo de lo heredado.

Greda, Herencia y una cita en el desierto

Con “Serenata de greda” (1954), Ferraro arma su mapa inicial: verso libre, imágenes enigmáticas, densidad barroca, un oído atento a la música secreta del habla y de la tierra. El prólogo de Ángel María Vargas -esa “poesía de secretas alquimias”- y la cita inaugural de T. S. Eliot, que convoca a reunirse bajo el árbol en el desierto para tomar posesión de la heredad, funcionan como declaración de principios: la palabra poética como ritual de reconocimiento. La greda no es sólo sustancia; es signo. El “Arcángel de los días” -esa forma de nombrar el tiempo que nos preside- instala desde el comienzo una tensión entre lo telúrico y lo metafísico: el paisaje no es paisaje si no lo atraviesan la memoria y el misterio.

IMPOSICIÓN DE LA GREDA

Con la claridad alta que me da la distancia

Yo volví a los caminos que de ti van y vienen

Y fundí las memorias que van de tus leyendas

Hasta tu pie presente

De unidad verdadera

Estuve como un huésped

Caído sobre el tiempo

Sin noción del color, de la sed ni del sueño;

Tan sólo me asistía la idea enamorada

Y el aire servicial De tus profundas cosas.

...Ah que cómo venía?

¡No me pregunten, no!

El pájaro no sabe de músicas y canta

El hombre no adivina dónde nace el desvelo

Creo que fue la angustia que madura horizontes

La que me trajo sí, este impulso de greda;

De los nidos de sombra

Donde nacen y mueren las altas primaveras.

O de sus lentos Ilanos

Donde el tiempo se ordena bajo la voz del cielo

De allí esta serenata ritual y valedera,

Que quiero modelar

Grata como la albricia

Que arda fuerte en mi voz,

Como un cruento deseo.

En ese primer libro aparecen ya los perfiles de una heredad redescubierta: el desierto que se vuelve casa, los habitantes “de mi tierra del sur”, la épica que retorna para decirnos de dónde venimos. Pero Ferraro rehúye al pintoresquismo: su voz no colecciona postales, celebra un rito. Es una poesía que busca la unidad verdadera -volver a las raíces- sin simplificar; que respira identidad sin empobrecer el lenguaje.

Nombrar a La Rioja para decir una Comunidad

“La Rioja innominada” (1960) profundiza esa arqueología poética. La doble cita de José Hernández y Pablo Picasso -“lo que no es tradición, es plagio”- es una brújula: tradición no como quietud, sino como trabajo vivo. Ferraro poetiza la épica (Ramírez de Velasco, el Chacho Peñaloza), la cultura popular (carnaval, vidala, cancionero acallado), la intemperie de los llanos y ese Famatina que, en el final (“Cuando toque el olvido”), se abre como puerta de renacimiento. No hay folclorismo vacío o simple: hay gesto de restitución. La poesía, aquí, repara. Devuelve a las voces marginadas su sitio en la historia y levanta, con palabras, una comunidad.

ODA PARA EL LLANERO DE MI TIERRA

He de cantarte así como te veo,

Con tu alforja de angustia sobre el hombro;

Doblegado en el sol, como una hoja

Mientras te vas doliéndote de huellas.

Los días conchabaron tu tristeza

Y los míseros jornales del engaño

Fueron salario gris de tu tarea;

Cuando el impulso de tus brazos duros

Se decidió a escribir entre los montes

La epopeya material de lo que viene

Y a dibujar a filo de sudores,

El signo inmarcesible de la raza.

Los días conchabaron tu tristeza

Y los miseros jornales del engaño

Fueron salario gris de tu tarea.

Hubiese sido mejor que no llegaran

Los insólitos caminos forasteros;

Los camiones cargados de progreso

Y los hombres de mirar por el ombligo

Que te enseñaron a matar la tierra.

Pero tenías fiebre entre los brazos, llanero

Y aquel escapulario de esperanza

Como un escudo mínimo en el cuello,

Que mostrándolo al monte, sonreías,

Mientras desastillabas su grandeza.

Entonces,

La horrorosa madre tierra,

Cerró los dones tuyos para siempre

Y en cada palma derramó la muerte

Un semillero de su trigo estéril

Y armazones de calcio que entre espinas

Crucifican ausencias en la greda.

Y germinan hoy todos tus dolores

Sobre tu sueño, ya sin primaveras.

Y vas de aquí para allá,

Escondido en tu éxodo,

Así como hoy te veo:

Oh triste tronco doblegado al sol,

Bajo la hoja seca del chambergo.

La Música y la Noche: Una Poética de la Búsqueda

En “La música secreta” (1962), los temas -la infancia como reconciliación con la tierra, la unidad con lo amado, la luna como herbario- se afinan en clave surreal. Antonio de Undurraga, en la introducción, advirtió ese barroco americano que en Ferraro no es adorno sino método: una sintaxis que va y vuelve, que abraza en lugar de recortar, que tantea los bordes de lo decible para, recién ahí, nombrar. La “arqueología poética” que el propio Ferraro propone es programa de escritura: leer los signos del pasado no como archivo muerto, sino como habla latente. Para esa tarea, la noche y la música son aliadas. En sus libros, la música no ilustra: piensa. El ritmo no decora: revela.

Una ética de la Lengua

En Ferraro, la forma nunca es capricho: es consecuencia ética. Su barroco -deudor de la tradición americana tanto como de los modernismos europeos- no ostenta; trabaja. Los poemas no encubren la realidad con arabescos: la exhiben en su dureza mediante un lenguaje que la salva de la mercancía y de la banalización. Esa ética explica por qué su obra, aun en su complejidad, comunica. Y por qué se prestó -con naturalidad- al tránsito hacia la música popular: cada poema trae, ya en su respiración, una melodía posible.

La adaptación de sus poemas a zambas y vidalas confirmó lo que sus páginas sugerían: la lengua de Ferraro, aun en su hermetismo, es hospitalaria. Lo íntimo, al hacerse canto, se vuelve colectivo. Esa “plenitud comunicativa” no es concesión; es conquista estética. El poema encuentra en la guitarra un segundo cuerpo. Y al circular por bocas y escenarios, regresa -transformado- a la comunidad que lo engendró.

Fernando Viano

1591 Cultura + Espectáculos

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